martes, 1 de septiembre de 2020

A.-

 Dejó unos Philip Morris en la entrada, no sé si en un gesto de cariño o descuido, pero me inclino más por la última.

De adolescente decía que el tiempo era circular, como en los cuentos. Yo le creía todo. Entraba y salía de mi -vida-, como quién entra en una máquina del tiempo. Mi recuerdo desde que eramos cabros chicos había sido cristalizado en todos esos años. Nada había cambiado, él seguía siendo esa persona que me hacía temblar las piernas, que solo verlo me hacía correr a la velocidad kilométrica que nunca me atreví a correr en educación física. Él siempre criticaba todo y a todos, siempre tenía rabia o estaba enojado por algo, a veces incluso se enojaba conmigo y desaprobaba mis gustos, mi ropa, mi cara y mi forma de hablar. Me costaba entender porque me buscaba, o porque yo lo buscaba. Compartíamos un pequeño universo de canciones, alucinábamos con charly garcía, con fito y spinetta, secretamente yo quería cambiar el mundo a su lado. Amistad y admiración se mezclaban en canciones ambiguas, en miradas que no definían bien su horizonte. Siempre le escondí mis deseos, mis más profundos sentimientos corrían el riesgo de ser juzgados. Me prometí jamás decirle nada y conservar nuestra amistad, de la que siempre dudábamos, pero se sostenía en el tiempo.

Un día activó nuevamente la máquina del tiempo y regresó. Quizás tomamos demasiado, quizás yo interprete mal todos sus gestos y pensé que, creí que. Abrí la caja de palabras más compleja de decir. Su respuesta rompió el recuerdo cristalizado en mil pedazos. Quizás me hubiese gustado que dejara un libro o una nota colada entre mis cosas, como antes. Quizás si me hubiese llamado para contarme algo que no podía esperar a compartirme.